Una historia real

De Denver a Bruton viajando por mi vida

De Denver a Bruton viajando por mi vida
José Manuel Cenzano

Mi vida empezó – como también le sucediera a Rigoberta Menchú – cuando despertó mi conciencia. Sin duda he tenido más vidas que ésta, pero no me pertenecen. Otros las vivieron por mí, y he tenido conocimiento de ellas a través de lo que se me ha contado, por hallazgos fortuitos y gracias al descubrimiento de un diario secreto rescatado del naufragio en el fondo de un baúl y hundido en las aguas mansas del olvido. Papeles escritos por mis padres en un episodio común para expresar sus emociones, inquietudes y dudas, en el secreto íntimo compartido por ambos, con la complicidad que únicamente saben mantener los enamorados.

Inicié mi existencia en una aventura marina, oculto dentro del batiscafo del vientre materno, flotando en un fondo submarino y haciendo piruetas de pez en el mar tibio del amnios. Fui desarrollando una enorme cabeza de delfín con ojos separados, distantes entre sí, y un hocico planteado por anillos branquiales todavía sin fundir en la línea media. La ausencia de miembros inferiores, apenas perfilados en la aleta caudal, y la translucidez de los tejidos me conferían más aspecto de pez que de humano, aunque entonces solamente se tratara de un embrión…

Mi madre presintió que la semilla de la vida había germinado en la tierra feraz de sus entrañas, mucho antes de que el guiño de mi insignificante corazón parpadease en la pantalla de vidrio líquido del ecógrafo; antes aún de que la rana macho de Galli Mainini, desde su encantamiento, diera el anuncio del embarazo con una profusa eyaculación de espermios estimulados por una ínfima gota dorada de mujer. Sabía de mi presencia por la repentina euforia de su espíritu; por la eclosión vital de sus órganos; por la especial turgencia de sus tejidos… En tanto que mi padre, sospechó mi llegada, al observar la serena belleza que, como manto de nieve, se posó en el rostro de la esposa, aterciopelando el cutis y satinando la sonrisa con la que correspondía, plena de gratitud, a cualquier solicitud conyugal.

Comenzaron a cuidar y disfrutar de una nueva vida común, fruto de la unión de sus cauces; tan propia de uno como de otro, aunque más percibida por la depositaria de ese caudal de amor en el cual crecía yo sin ser yo, viviendo mi madre por mí; apreciando los primeros movimientos, latidos y sensaciones que mucho más tarde me donaría como vivencias personales, para guardarlas en el complejo almacén de mi memoria, no como una herencia, sino como bien propio, disfrutado por ella en mi nombre, durante el oscuro período de mi amnesia total.

Trato de hurgar en la mente para evocar recuerdos de la primera infancia, pero debo conformarme con la lectura de la crónica de mi vida narrada por ellos, puesto que el fondo mnésico de esa época está vacío. Abro la tapa enmohecida de piel con filete de oro arrasado por el tiempo y en una de las primeras hojas escribe mi madre:

“A las pataditas que vengo percibiendo a diario hay que añadir el hipo. Si el pequeño ha comenzado a hipar dentro de mí.. Para tranquilizarlo, sintonizo melodías a elevado volumen y susurro. Las vibraciones de la música clásica le sedan “.

Leo en otra página:

“Ricardo tiene prisa por reunirse con nosotros y conocer al resto de la familia. Ya no se conforma conmigo. Tengo contracciones que percibo como subidas y bajadas de marea. Pleamar y bajamar que acunan al niño y le animan a llegar a puerto “.

“Ha estallado la tormenta. Tempestad a todas luces…

Toma el relevo mi padre, Su letra es más irregular y picuda que la del principio. Sin ser grafólogo es fácil traducir la ansiedad en su pulso anhelante.

“Aun teniendo en cuenta la amabilidad de médico y comadrona el quirófano resulta sobrecogedor. No me acostumbro. He cogido firme la mano de mi mujer que clavaba las uñas, sin desearlo, en cada contracción. Sin embargo no me dolía la piel, sino el alma, cada vez que me apretaba.

Un grito, un esfuerzo y un sollozo han decidido que coronase el occipucio de nuestro hijo. Y un extenuante espasmo, desconcertante por su intensidad y agobiante por la duración, ha determinado el giro en espiral de la cabeza y los hombros del niño para desprenderse de su madre. Dos soberbios lagrimones resbalando por mis mejillas hicieron acurrucarse a la hombría y acendraron la paternidad… Padre. Me gusta esta nueva forma de ser y sentir “.

La abuela no era supersticiosa pese a la profunda devoción que profesaba a la Astrología. Nunca pretendió elaborarme una carta astral, pero creía a “pies juntillas” en el fulgor del Zodíaco. « Si cualquier ser varía su estructura física por la influencia de las radiaciones, el efecto de la nicotina o el consumo de medicamentos por la madre durante el período embrionario ¿por qué no va a ser determinante el influjo telúrico de las estrellas o la repercusión de cualquier evento sideral? ». Tenía la firme convicción de que todo suceso o acontecimiento, por insignificante que pudiera ser, repercutiría en nuestro carácter o personalidad y también en el soma. Por eso daba tanto valor a los hechos más corrientes, a los hitos más elementales. Cuando mi madre padeció una severa depresión, que por carecer de causa aparente resultaba incomprensible para quienes la rodeaban, la abuela vivenció para mí buena parte de mi desarrollo. Asumió las funciones de madre y, junto al abuelo, almacenó recuerdos que luego iría transmitiéndome en las aburridas tardes de enfermedad que, merced a ella, se hacían más llevaderas dado que adornaba sus relatos de un aire fantasioso y absorbente para mi atención. Así supe cómo fue forjándose mi personalidad y la base de mi carácter.

Discutía amigablemente con el pediatra y cuando éste le afirmaba que el desarrollo “psicomotriz” resultaba adecuado a la edad, le respondía contundentemente « Mire usted, se puede tener una cabeza muy bien estructurada y no saber dar pie con bola. Y por el contrario, hay niños con enorme gracilidad de movimientos que no saben hacer la “o” con un canuto. Así que debe distinguir entre desarrollo psíquico e intelectual por un lado y la motricidad por otro… y además motriz es femenino como actriz o emperatriz y motor es masculino como actor o emperador… por tanto el desarrollo será motor y no motriz, ¿no le parece? ». El doctor estallaba en carcajadas porque sabía que, tras las observaciones y comentarios de la anciana, se escondía el inmenso orgullo por el nieto que, por mor, mostraba los primeros indicios de una precocidad acentuada. Y gozaba además de la extravagante personalidad de aquella criolla, mezcla de razas y de culturas, en la que se fundían las tendencias poéticas de las brisas del sur y de sus ancestros, y el temperamento altivo de los gauchos, el afecto y la intemperancia, el descaro y el respeto, la imaginación y el eclecticismo.

El abuelo se regodeaba con los comentarios de la “yaya” y se enorgullecía de cada logro conseguido por mí, como si de algo extraordinario se tratara. « usted?, tengo un nieto superdotado – comentaba a quien quisiera oírle en sus paseos matutinos por el parque – A los quince días ya levantaba la cabecita de la cuna para mirarnos y aun no había cumplido cinco meses cuando colocó una pierna debajo de la barriga y, apoyándose en las manos, alzó el cuerpo quedando sentado mirando a su padre». Mamá le advertía: «No hagas el ridículo, papá. Van a reírse de ti. Además no se es superdotado por gozar de habilidades. Hace falta una inteligencia integral para considerar a alguien como tal… ». «¿Me vas a insinuar que es normal andar sin haber cumplido nueve meses, saber contar en inglés y castellano antes de los quince y repetir el nombre de nariz, orejas y ojos, señalando adecuadamente cada parte, antes del año y medio… ?. Eso significa un talento especial – corregía el anciano, lamentándose de que despojaran a su nieto de una cualidad superior- ». «Lo vais a hacer un vanidoso engreído como sigáis así – protestaba ella -».

Entre los papeles que hacen referencia a mí persona he hallado un informe médico que me hace sonreír, porque viene a recordar el talante familiar en el que se desenvolvió mi primera infancia:

“Estimada señora: Siguiendo instrucciones de su señora madre, paso a informarle sobre aspectos evolutivos de su hijo Ricardo. Estoy plenamente de acuerdo con ella en que no debemos considerar la psicomotricidad como único paquete para hacer una valoración integral de la maduración del niño. Hemos de contemplar además del desarrollo psicomotor (en masculino, como ella puntualiza), aspectos de inteligencia, lenguaje y también la adquisición de hábitos sociales y afectivos.

La maduración del sistema nervioso va a permitirle grandes avances de su evolución motora (¡Perdón!, motriz) y esto lo detectarán como una mejor coordinación de movimientos en actividades de saltar, correr o bailar… Manejar objetos con brazos y manos tal como lanzar y botar balones. Y conseguirá también mayor precisión en habilidades manuales del orden de pintar, garabatear y dibujar.

La maduración de la inteligencia supone para el niño un largo proceso hasta conocer la realidad que le rodea y comprender lo que ocurre en su entorno: de los reflejos primarios que se poseen al nacer y que permiten alimentarse y protegerse parcialmente, se pasa a conocer los objetos y las personas, tocando y chupando (fase oral) hasta que, a través de la evolución, se termina recordando y reconociendo sin necesidad de contacto ni de presencia física. Por medio del juego y la imitación de situaciones reales se aprende el comportamiento de los adultos. El papel que desempeña el lenguaje, en esta edad, es fundamental porque da mayor riqueza a estos juegos y ayuda a fijar los conceptos. Me satisface profundamente el abundante léxico de su hijo y la elaboración de frases con cierta complejidad que supone una construcción adecuada y precoz, al utilizar artículos, pronombres, adverbios y conjugación de verbos, algunos irregulares.

La excelente integración al núcleo familiar, pese a los terrores nocturnos que padece cuando se ha cansado mucho o recibido emociones fuertes, y la adquisición de hábitos correctos tales como lavarse las manos antes de las comidas, cepillado de dientes, control de esfínteres, doblar y ordenar la ropa… confirma el buen desarrollo afectivo y social del pequeño.

Sirva este informe para manifestar la satisfacción que, como pediatra, me proporciona poder transmitir una evolución excelente en el desarrollo integral de su hijo.

Atentamente.

Casi me produce sonrojo releer esta crónica de mi vida y descubrir la emoción familiar que desencadenaban mis primeros logros. Hitos normales elevados a rango de leyenda. Sentimiento compartido de satisfacción para toda la familia unido al esfuerzo colectivo para no expresar, fuera del hogar, mis éxitos so pena de resultar calificados de extravagantes. « ¿Qué dirían los amigos si nos viesen a todos en torno a Ricardito haciéndole repetir sus gracias? – se pregunta mi madre a sí misma – Se reirían de nosotros. O nos tacharían de tontos… ¡Claro! que peor sería si no le hiciésemos caso…». El abuelo narra la fábula del Conde Lucanor, del infante don Juan Manuel, cada vez que comentamos estos aspectos: «… Si monta en el burro el niño, ¡qué padre más lerdo!; si el jinete es el padre, ¡qué egoísmo, dejar al niño a pie!; si van los dos a la grupa, ¡qué bárbaros, pobre animal!; si ambos caminan renunciando a la montura, ¡qué estúpidos! ¿para qué quieren el jumento?… Si nos guiásemos por las opiniones ajenas, estaríamos aviados». « ¡Qué razón tiene!».

Mi padre no se plantea dudas y anota sin pudor todo lo que pretende enseñarme cuando apenas tengo dos años, junto a las certeras respuestas que le hago:

¿Nombre ?…

Ricardo

¿Vives en…? … Cizur

¿Mayor o menor? … Mayor

¿Ojos?…Eyes

¿Nariz ?… Nose

¿Orejas?… Ears

¡Bravo!… O.K

Y a continuación viene toda una lista de adjetivos a mi persona; un canto de alabanza y satisfacción.

No ha sido la sagacidad, sino la evidencia, la que me ha empujado a tomar conciencia de la positiva estimulación que el ámbito familiar fue depositando en mí, desempeñando un papel fundamental en el desenvolvimiento de la pretendida personalidad. La obstinación en la enseñanza de inglés, la contumacia con los modales corteses, la exigencia en el orden, la tenacidad, han configurado mi modo de ser y confirmado que el comportamiento (y sus resultados) no forman parte del talento cuanto del talante; no tanto de la capacidad genética como de la cultura, ¿acaso no somos todos pigmaliones en el seno de nuestra familia?

Las primeras infecciones de oído y adenoides no produjeron especial alarma ni preocupación en mi entorno. Lo cierto es que el punto de partida de la infancia había transcurrido al margen de la enfermedad y era previsible que, al contacto con otros niños en la guardería, comenzase a padecer las patologías propias de la edad. Sin embargo, las frecuentes renuencias de otitis, aconsejaron plantear la extirpación de las vegetaciones. Todo fue rápido y sin novedad, no obstante, el objetivo de evitar las recidivas no llegó a cumplirse y las supuraciones óticas y otros problemas de vías respiratorias siguieron repitiéndose al mismo ritmo anterior. Padecí una neumonía y a partir de ahí mis padres comenzaron a inquietarse.

Mi padre no refleja en el diario nada referente a este acontecimiento casi luctuoso. Probablemente lo ignoró para convencerse de que no llegó a suceder. Anota, no obstante, en los albores de esa época:

«Ricardo madura rápidamente. Ya no depende tanto de su madre aunque en última instancia se acerque a ella cuando duda o teme algo. Conecta frecuentemente conmigo, especialmente para preguntar sin tregua. Su curiosidad no tiene límite y es probable que, en cierta medida, se deba a inseguridad. Se concentra mucho más en sus actividades y ofrece una avidez inusitada por conocer y aprender. Nos ha sorprendido hablando de los instrumentos de viento con soltura: F flauta oboe, clarinete, fagot, saxo, trompeta trompa trombón, bombardino, tuba… y exponiendo las características acústicas de cada elemento atribuyendo sus sonidos a los personajes de un cuento: La flauta suena como los pajarillos, el fagot como el abuelo, el oboe se asemeja al pato, el saxo recuerda al lobo y la trompa al cazador…

Ya no suele tener reacciones violentas, siempre y cuando respetemos sus sentimientos. Nos hace gracia la curiosidad que muestra por el sexo, interesándose por aspectos que antes desdeñaba. Tiene muy definidas sus aficiones y no resulta fácil hacerle cambiar de gusto o criterio.

Creo que tengo mucho que aprender para poder comprenderlo bien y facilitar el desarrollo de su fuerte personalidad».

El sendero de mi vida se halla sembrado de cárcavas. Es un camino lastimero, pero al no haber conocido otro, es necesario aceptarlo con serenidad. Toda la familia ha sufrido por la espada de Damocles que pende sobre mi nuca, sin darse cuenta de que las lamentaciones ni sirven ni predicen nada. Tanto padecer por mí y el resultado ha sido que los abuelos han fallecido; mamá ha hipotecado el bienestar con sus depresiones y papá ha envejecido precozmente encaneciendo el cabello y perdiendo la jovialidad. He aprendido a convivir con la enfermedad y a no agobiarme por el futuro.

Al cumplir quince años, la organización hospitalaria propició que la atención médica me la brindase Hematología. Este simple trámite burocrático supuso en mi entendimiento la transición de ser un adolescente que padece una enfermedad a la conversión en un enfermo crónico. La relación integral que me ofrecía mi pediatra en aspectos psicoafectivos, pedagógicos y asistenciales fue alterada para establecerse en atención médico-enfermo exclusivamente. Este sutil matiz (en apariencia banal) estableció el salto cualitativo en mi actitud ante la enfermedad: la toma de conciencia ante la incurabilidad.

Conservo del Servicio de Pediatría la sensación de su entrega vocacional. Ellos hicieron comprender, sin sobresaltos, las limitaciones que mi persona habría de soportar; inculcaron el empuje y el ánimo suficiente para la integración en una vida normal; ejecutaron con delicadeza una extensa educación para la salud previniéndome contra drogas, alcohol, tabaco y otros aspectos perjudiciales; desentrañaron los misterios de la inmunidad para ayudarme a conocer mi padecimiento; estudiaron conmigo y colaboraron en los éxitos académicos minimizando de ese modo el handicap de las frecuentes hospitalizaciones.

En Hematología las cosas son diferentes. Les debo gratitud por su eficacia, pero les reprocho el anonimato al que me hallo sometido. Cada cuatro semanas acudo con puntualidad meridiana a la sala de tratamientos (sala de crónicos, define la enfermera). Durante tres horas recibo en soledad la savia inmunitaria de g-globulina. Me despiden con una cordial sonrisa… y la rutina se repite tediosa en esta olimpiada cuatrisemanal perenne.

La adolescencia ha terminado. Soy un viajero de hospital que transita de servicio en servicio como un paciente crónico y anónimo portando con gallardía las bronquiectasias. La terapia de sustitución me regala anticuerpos suficientes para resistir a la tentación de ser avasallado por las infecciones. A mi modo he triunfado frente a la enfermedad.

En los últimos años, una ilusión nueva me está haciendo revivir. Anhelo seguir estudiando y llegar a ser un biólogo ingeniero capaz de manipular los genes de quienes como yo, carezcan de la facultad para producir anticuerpos… ¿No intuyó Julio Veme que el hombre pisaría la Luna?

La enfermedad de Bruton ha marcado indefectiblemente mi salud física, pero no ha logrado zaherir mi salud mental. Recuerdo de nuevo a mis abuelos y a mis padres y sólo siento agradecimiento por la vida. Una vida propia para poder mejorar la de los demás. Por eso curioseo con avidez cuantos artículos se refieren al mapa genético. Hago prospecciones sobre las cadenas de ADN: Me maravilla descubrir que con únicamente cuatro aminoácidos combinados en cadenas secuenciales pueda transmitirse el abundante mensaje cifrado de la herencia. Cortar fragmentos y soldarlos. Modificar el orden. Intercalar unidades. Conseguir réplicas… Inducir funciones… Cambiar códigos…

Hace tiempo que siento en el bolsillo, firme y cálida, la llave de la esperanza.